Por Jaime Castro Ramírez
Las condiciones normales en el desarrollo de las actuaciones individuales aplican al libre albedrío, es decir, obrar con libertad de reflexión de la propia voluntad. Esto se podría considerar como un principio racional del pensamiento humano que avala el derecho a actuar dentro del ámbito de la independencia de criterio. Sin embargo, se requiere del sentido de responsabilidad del individuo para acreditar su propio discernimiento respecto a la personalidad con que orienta su carácter. Y al hablar de responsabilidad, se refiere específicamente al hecho de no comprometer su independencia acudiendo a la ayuda de ideas de autorías ajenas, y comprometiéndose con esa causa con el fin de posicionar su propio nombre.
Cuando esto ocurre, simplemente se está incurriendo en un conflicto de la propia personalidad, pues se hipoteca su actuación a tener que cumplir lo prometido en relación a políticas generadas por otro autor, o de lo contrario exponerse a una situación muy complicada que converge en traicionar esa causa, lo cual le generará múltiples dificultades por motivos de deslealtad.
El caso del presidente Santos y su frase: “No soy títere de nadie”
La voluntad de un pueblo motivado por unas propuestas políticas, pueblo que concurre a las urnas a elegir a un gobernante, esa voluntad es tan respetable que no admite ninguna respuesta diferente a encontrar el cumplimiento de lo prometido, lo cual se puede interpretar como la esperanza de un patrimonio social que ha sido avalado por el acto patriótico ciudadano del voto.
A mediados de este mes de julio de 2013, el periódico El Colombiano de Medellín, ante la pregunta de un periodista al presidente Juan Manuel Santos Calderón sobre la ‘traición’ que sienten sus electores uribistas, él respondió: “no soy títere de nadie”. Esta frase con tono bravucón desafiante, un poco salida de tono de acuerdo a las circunstancias que la rodean, tiene mucha trascendencia política si se asocia a los antecedentes utilizados por Santos para ser elegido presidente de la república.
Los colombianos tienen muy claro que indiscutiblemente el capital político de Uribe fue utilizado como el medio del cual se valió el entonces candidato Santos para poder llegar a la presidencia, pues toda la campaña presidencial la fundamentó con el lema ‘continuidad de las políticas de Uribe’, y por lo cual los uribistas lo eligieron votando en bloque y entusiasmados por esa propuesta, y además autorizados de ‘buena fe’ por el presidente Uribe ante el guiño a favor de Santos.
Es permitido tomarse la licencia de reiterar, que una vez posesionado Santos como presidente de la república, empezó su grande contradicción ideológica con su mentor Uribe y con los electores uribistas que en las urnas le otorgaron el galardón de gobernante. Lo primero que hizo fue imponer un modelo de gobernar radicalmente opuesto al que había prometido: abandonó la Seguridad Democrática que fue patrimonio del gobierno Uribe y desmotivó a los militares que tenían la guerra ganada al terrorismo, se congració con Chávez el autor de las graves ofensas a Uribe y a la institución presidencial colombiana, puso en marcha una política de apaciguamiento con la insurgencia invitándolos a conversar y con lo cual los dejó volver a oxigenarse y de nuevo envalentonarse con actos de violencia, lo de las FARC en Venezuela quedó en el olvido, desechó el cuerdo de seguridad nacional para Colombia firmado por Uribe con Estados Unidos, un gobierno de promesas y promesas que no se cumplen, en fin, un gobierno que hizo todos los méritos para crear el club de electores arrepentidos y ganarse el irritante calificativo de traidor.
También hay que decir que es legítimo gobernar con las propias ideas, y debiera ser la forma de actuar de un gobernante en el ejercicio de su mandato; pero desde luego que para esto se requiere ser original y exponer su propia filosofía política en las propuestas para conquistar los votos ciudadanos con esas ideas propias, y no comprometiéndose a cumplir ideas ajenas por apoyarse en ellas políticamente como medio para obtener el poder. Metafóricamente y por analogía, se podría decir que es como acudir a un libro para hacer un trabajo sobre su contenido, sobre el cual se puede opinar, pero de hecho respetando su originalidad conceptual e ideológica porque es propiedad intelectual de su autor, lo que por supuesto no se podría alterar con el simple argumento de “no soy títere de nadie”.
O simplemente, para evitar dependencias, en este caso hay que remitirse entonces a su propio recurso intelectual y construir su historia política, para obtener su propio valor agregado.
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