Por @ruiz_senior
En el siglo pasado se hablaba de la «invasión vertical de los bárbaros» para
referirse al peligro de que las nuevas generaciones echaran a perder todo lo
conseguido en milenios de humanización y de consolidación de las culturas
nacionales, sobre todo en Europa, región cuyos logros en todas las formas de
refinamiento enorgullecían a sus habitantes.
Ese miedo se hizo patente sobre todo tras la Primera Guerra Mundial, cuando
millones de adolescentes alemanes se convirtieron en matones de bandas como las
SA («Sturm Abteilung», algo como «división de choque»). La guerra causada por
el nazismo trajo mucha más destrucción de ese acervo cultural y un retroceso
generalizado en todo el continente, que sólo se recuperaría en las décadas
siguientes en forma de asimilación al modelo estadounidense.
Otra oleada de ese trastorno generacional llegó en los años sesenta, con las
modas de contracultura, promiscuidad sexual, consumo de psicotrópicos y
rebeldía juvenil generalizada. En las décadas siguientes se ha mitificado ese
proceso, en gran medida por un motivo estadístico: los protagonistas de dicha
rebelión eran los boomers, una parte
muy significativa de la población, que al hacerse mayores siguieron convencidos
de haber tomado parte en grandes acontecimientos y de haber renovado un mundo
anquilosado y corrompido.
Alguna vez se evaluará lo que realmente fue el hippismo: casi nadie es
consciente de que la contracultura era algo promovido desde las universidades
por personas que tenían influencia de autores marxistas, como Herbert Marcuse,
y el aspecto político de esa rebelión siempre tenía una enorme afinidad con el
comunismo. El verdadero móvil de la mayoría de los jóvenes rebeldes fue la
resistencia a ir a la guerra de Vietnam, disposición en la que influyeron el
tradicional sedimento aislacionista en Estados Unidos y el natural deseo de
ahorrarse riesgos y sufrimientos, lo que los comunistas aprovecharon para
legitimar la causa del Viet Cong. Quizá una intervención estadounidense sólo
con soldados profesionales habría tenido menos resistencia. La legitimidad de
ese pacifismo lo pone a uno a pensar si no habría movido por igual a los
jóvenes de 1942, pero entonces convenía el patriotismo para luchar contra el nazismo,
una lucha necesaria, no criminal como la que se emprendía contra el comunismo
(según los sobreentendidos del discurso de la época).
Esa «década prodigiosa» anunció todo lo que hemos visto después en forma de
asimilación de una especie de ideología comunista infantiloide y complementaria
al consumismo, y una tendencia creciente de los jóvenes a despreciar el mundo
del pasado, que cada vez se estudia menos, incluso en las escuelas. Alguien que
creciera en los años sesenta fácilmente podía creer que antes de los Beatles y
el rock sólo había música fúnebre y aburrida. La incesante propaganda de medios
cada vez más poderosos, dedicada a halagar a los compradores, mantenía a la
gente de esa generación convencida de haber inventado la felicidad.
Los cambios derivados de la implantación de internet y la telefonía móvil han
dado lugar a una nueva brecha generacional: los «nativos digitales» se sienten
tan ajenos a las generaciones anteriores que ejercen un nuevo adanismo, más
burdo y delirante que el de los sesenta, y sus motivos no son obviamente
«originales» sino, como siempre, el eco de la propaganda, y la propaganda más
«pegadiza» y que encuentra más prosélitos es la de la rebelión, de nuevo afín
al comunismo.
Los temas del populismo de este siglo son la angustia climática y las
identidades sexuales, y tal como el muchacho nacido al final de los años
cincuenta veía nacer de su interior su afición a la música de Jimi Hendrix, el
de ahora no ve nada sorprendente en la fama de Greta Thunberg, como si
enterarse de que una muchacha con déficit cognitivo dejara de estudiar y
quisiera protestar en un país tan irrelevante demográficamente como Suecia le
ocurriera por pura casualidad.
Pero esta vez el atrevimiento de la ignorancia es mucho más marcado, quizá
porque el acceso a cierto bienestar cuesta menos que hace sesenta años: la
proporción de jóvenes que van a la universidad es mucho mayor y los adolescentes
están «programados» para creer que todo debe dárseles gratis y sin esfuerzo.
Aquello que les representa alguna complejidad, como los libros, resulta de por
sí despreciable cuando es tan grato pasar la vida luchando en las discotecas
contra el agravio que sufren las minorías.
A esa generación la ponen los totalitarios a derribar las estatuas de los que
descubrieron América, pues ¿no fue la causa de un genocidio? Mejor sería que
hubieran dejado el mundo sin conexión, de hecho, toda la historia humana les
parece una agresión contra la santa naturaleza. A mediados del siglo pasado se
popularizaron el psicoanálisis y el existencialismo como vehículos de la
vanidad, ahora les basta condenar toda la historia sin tener la menor idea de
nada, sólo el odio contra el mundo que les permite vivir como parásitos.
Uno de los rasgos más llamativos de nuestra época es la desaparición del arte
como valor importante de la sociedad. ¿Cuántas personas de veinte años podrían
distinguir un cuadro cubista de uno impresionista? ¿Cuántas podrían recordar el
nombre de tres compositores románticos? La educación en el mejor de los casos
permite desarrollar ciertas destrezas técnicas, aunque cada vez más eso se deja
a los menesterosos porque lo tentador para los de buena familia es la solución
de conflictos o los estudios de género. En los años sesenta aún era normal que
una familia con pretensiones invirtiera una parte de su patrimonio en
enciclopedias de arte, hoy en día esa idea resulta incomprensible.
Ese fenómeno influye en la «cancelación» de Picasso por su supuesta condición
de maltratador de mujeres: ¿qué importancia pueden tener los cuadros de ese
señor? Ninguna, la nueva generación no le ve el menor interés. Por otra parte, la
cancelación lleva también a «artistas» ligados al totalitarismo (es decir, al
dinero público) a deformar las obras clásicas, como la versión de Carmen en la que no matan a la gitana.
La última mamarrachada que debemos a los embrujados por la ideología woke y el «ambientalismo» es la agresión
directa contra cuadros reconocidos durante siglos como grandes logros del
espíritu humano: eso es lo que odian, pero es un odio inducido por criminales
totalitarios que se han hecho dueños de las escuelas y por los mediocres que
los secundan, tal como en la época nazi el gremio más leal al régimen era el de
los docentes (ahora la tarea no es el odio a los judíos sino el cambio de sexo).
Y los respaldan los grandes poderes económicos, en parte porque sumándose
convierten a las escuelas en medios de publicidad, en parte porque así
complacen a poderes superiores a ellos, con los que hacen grandes negocios
—como los gobiernos de China e Irán—, en parte porque sus dueños y gestores
forman parte de la misma casta que promueve la idiotización.
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