Por @ruiz_senior
La operación de compra de Twitter por parte de Elon Musk ha sido motivo de toda
clase de discusiones, en las que ha quedado claro que a cierta gente no le ha
gustado nada que la censura y la intimidación —por ejemplo con millones de
cuentas falsas— perdieran fuelle con el nuevo dueño.
¿Qué mueve a esa gente? ¿Por qué esa presión violenta contra las opiniones
favorables a las leyes o las tradiciones o la democracia liberal? Es innegable la
influencia de grandes poderes que cuentan con recursos fabulosos y están
coludidos para implantar regímenes afines en todos los países.
A la cabeza de esos poderes está el régimen iraní, aliado del cubano y de todas
las satrapías que el narcocomunismo ha implantado en Iberoamérica (por una vez,
la etimología corresponde al sentido de los términos, el «sátrapa» era el
gobernador del antiguo Imperio aqueménida persa) ¿Cuánto dinero invierten en
propaganda en las redes sociales y en los medios de comunicación? Piénsese en
los recursos con los que contó Chávez y que sirvieron para financiar decenas de
partidos neocomunistas y medios de comunicación afines en toda la región y también
en Europa y Norteamérica. Millones de millones de dólares. Pero además de los
recursos del narcotráfico, hoy en día cuentan con los presupuestos de países
importantes, como México, Argentina y Colombia, y pronto Brasil. Sobre esa
presencia iraní en la región escribió Omar Bula el imprescindible libro El plan maestro.
En todo Occidente ese bando proiraní, quizá animado de forma secreta por el
poderosísimo régimen comunista chino, ha reclutado a la clase de los
funcionarios, que acogen felices la vasta organización que los «empodera», de
modo que la inmensa mayoría de los docentes de todos los niveles comparten la
ideología «woke» y el feminismo de tercera ola, además del odio a Trump o a
cualquier gobernante que no se someta al dictado de la conjura —de medios de
comunicación, magnates de internet, universidades y «sociedad civil» (ONG)— aliada
de los ayatolás y los narcotraficantes. Además de los docentes, los periodistas
y los mandarines culturales, cada vez son más los jueces que comparten la
ideología y los fines de esa conjura.
Como una armazón que coordina los diversos intereses y motivos de su presión
está la red de Soros, las Open Society Foundations, que proveen dinero que
procede de especulaciones oscuras y quién sabe qué nexos con contratistas y
gobiernos, a las «causas» que interesan.
Pero más allá de los grandes intereses y los gremios que se lucran de la
violencia verbal y física y la intimidación en las redes y en las calles están
las personas que la practican. ¿Han nacido así o han llegado a serlo después?
Es un tipo de ser humano muy frecuente en todo Occidente en nuestra época. El
que festejen los abortos y los cambios de sexo y odien a quien se les señale, o
que fomenten en las mujeres el odio a sus padres, hermanos, hijos, amantes y
amigos y a la maternidad, no debe sorprendernos porque también se vio a
millones de personas, en su mayoría jóvenes, apoyando los crímenes de los
bolcheviques o los nazis.
Las campañas de odio en las redes son el complemento del gansterismo que reina
en las calles, en cada país según sus condiciones, en Cuba son los Comités de
Defensa de la Revolución, en Venezuela los «colectivos» chavistas, en Colombia
los gestores de paz, antes «Primera Línea» pagados por Petro, en Estados Unidos
los «antifa» y Black Lives Matter…
Los ambientalistas y feministas, hegemónicos entre la juventud occidental, son
las SA del siglo xxi, fuerzas de
choque formadas por exaltados ignorantes que extraen poder de su intimidación y
que están prestas al linchamiento diario en las redes. Como sus precursores
comunistas y nazis, se sienten protagonistas de la historia porque reproducen
las infamias de sus líderes, influencers a
menudo pagados por los poderes señalados arriba.
En Colombia esos influencers
son personas muy reconocidas, actores, cantantes, periodistas y profesores, lo
que se explica por la altísima producción y exportación de cocaína, más de un
millón de kilos al año desde 2017. Además, como es bien sabido, la formación de
la jauría de asesinos se basa en la «educación». En todo caso, sigue siendo un
espectáculo fascinante encontrarse con esas personas totalmente ciegas respecto
de las violaciones de miles de niños, las masacres, los secuestros, las
mutilaciones y demás atrocidades que siguen cometiendo las guerrillas
comunistas y obsesionadas con el odio a Andrés Felipe Arias.
Es decir, fascina la facilidad con que esas personas se dejan arrastrar a un
odio absurdo y a una iniquidad monstruosa. No es posible encontrar a una sola
que conozca realmente la sentencia por la que fue condenado el exministro ni
entienda que los hechos que se le atribuyen los efectuaban sus antecesores en
el cargo y los siguen efectuando sus sucesores sin que sean delito, o que ni
siquiera en la sentencia se lo acusa de malversar fondos públicos o
enriquecerse.
El contraste entre la condena a Arias a más de diecisiete años por delitos
dudosos, la incapacidad de entender que simplemente era un líder que podría
haberle ganado las elecciones a Juan Manuel Santos y la impunidad de monstruos
como Julián Gallo Cubillos o Milton de Jesús Toncel, que tranquilamente ejercen
de maestros de moral, deja ver que la producción de criminales ha alcanzado un
refinamiento comparable al de los genocidas comunistas que llevaron a cabo el
Holodomor en Ucrania o la mortandad del Gran Salto Adelante o la Revolución
Cultural en China, o el régimen del jemer rojo en Camboya.
Esa clase de maldad estúpida y febril es el único fruto de la educación
colombiana, a lo que ayuda la indigencia intelectual del país, invisible por la
tecnología: hace apenas sesenta años la mitad de los colombianos eran
analfabetos, y hoy en día hasta las personas de las clases altas cometen toda
clase de solecismos al hablar. Eso permite que la tarea de los adoctrinadores sea
sencilla. Los odiadores de las redes no son muy distintos de los que enseñaban
a los niños campesinos secuestrados a comer carne humana o los mandaban como
bombas andantes a matar policías, ni de quienes encargaban esas proezas, como
la novelista que cree que hay siete pecados mortales.
Ahora Petro les pagará un millón al mes para que intimiden a la gente en los
barrios, pero previamente han estado entrenando su odio y su crueldad en
Twitter, y me resulta imposible no sorprenderme de que los padres no hayan
preferido que sus hijos pensaran en servir a los demás y prosperar haciéndolo.
Primero reclutaron a unos miles de guerrilleros y a la vez a los estudiantes de
universidad que después serían maestros, periodistas y jueces, ahora tendrán
millones de asesinos a los que se pagará con el dinero de todos.
La jauría de Twitter con su violencia, sus mentiras y sus simplezas es la
epifanía de esa opresión. En pocos años Colombia estará como Venezuela o
Nicaragua, con hambruna y terror generalizados, y habrá que preguntarse cómo se
permitió que la casta oligárquica implantara un régimen semejante y a la clase
de seres humanos que lo sostienen en su borrachera de poder y destrucción.
2 comentarios:
Pienso que la causa de esta situación se origina en la envidia; es muy común escuchar planteamientos como "Si no hay para mí, no habrá para nadie" y se lanzan enceguecidos a destruir lo que no han creado ni producido. Esta situación favorece a los alborotadores de las redes sociales para esparcir el odio alegando que si a alguien le falta algo es porque los ricos les están robando, y a los oenegeros su discurso del derecho a todo sin trabajar nada.
Detrás de la envidia hay un sentimiento más profundo y una ideología muy arraigada, es esa idea de que la ventaja de una persona es una injusticia, arraigada entre todos los indigentes que viven fuera de la civilización, que es como ha sido siempre, no es concebible que la gente empezara a hablar o a construir viviendas al mismo tiempo, y siempre habría un rencor contra los que vivían mejor y un anhelo de castigarlos. El nombre de esa forma de sentir y razonar es BARBARIE. En lugar del que pone una tienda la chusma que ve cuándo puede saquearla, y a partir de esa forma de vivir, la imposibilidad del progreso.
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