por @ruiz_senior
Si algo merece atención a la hora de tratar de entender la mentalidad de los
pueblos iberoamericanos es la manía de ponerles a los niños nombres singulares
para distinguirse, desde los de personajes mitológicos o de próceres griegos y
romanos en el siglo XIX hasta los actuales engendros formados a partir de la
adición de sílabas o de la búsqueda de cualquier combinación de sonidos que suenen
como un nombre inglés. El origen de esa manía casi siempre es el complejo de
inferioridad: parece que la persona rústica espera tapar lo rústico haciendo
exactamente lo que la delata, como el que lleva una camiseta con la leyenda «No
soy paranoico» o un tatuaje que reza «Doctor en Sánscrito».
Pocas cosas contrastan tan rotundamente con las costumbres de los europeos y
angloamericanos, que mayoritariamente repiten los mismos nombres de generación
en generación, de modo que los más diabólicos y toxicómanos rockeros o raperos
tienen nombres de personajes bíblicos o de la tradición germánica. Lo mismo
ocurre con las clases altas en Hispanoamérica, cuyo esnobismo las arrastra
siempre en la dirección de «mejorar la raza» adquiriendo apellidos británicos,
alemanes o de otros países de la región. Así se crean dos «colores» (como los
cuatro varna de India): los que tienen
apellidos raros y los que tienen nombres raros.
Un caso aparte es el de José Raquel Mercado. No recuerdo ningún otro nombre de
mujer como parte de uno de hombre, salvo, claro, María, habitual en «José
María» porque son los padres de Jesús (el fundador del Opus Dei está canonizado
como «san Josemaría»). En fin, el de ese sindicalista es un nombre muy presente
en la memoria de los colombianos, que de tanto oírlo ya no se sorprenden de su
originalidad, y evoca el origen popular de ese dirigente sindical mulato y de
provincias.
En Colombia se han cometido muchos crímenes, sobre todo los han cometido los
comunistas, aliados de la casta oligárquica, pero ninguno define tanto al país,
ninguno muestra tan claramente el daño moral generalizado que sufre la población
como ése. La banda que lo cometió para forzar a los demás sindicalistas a
obedecer a la CSTC, después llamada CUT, y castigar la traición al Partido
Comunista en una huelga anterior, se jactaba de su proeza, y contó con el
respaldo explícito, en la mayoría de los casos, de las clases altas.
De ningún modo puedes pasar por alto la sutileza, la elegancia, la altura de
miras y la sinceridad del revolucionario Jaime Bateman Cayón cuando se refiere
a ese hecho: «La decisión de ajusticiarlo la sometimos al veredicto popular. La
gente escribió en las calles sí; escribió no; la CTC hizo una gran
campaña de carteles para que no lo fusiláramos; los sindicatos discutieron el
asunto; algunos miembros de la CTC dijeron incluso, públicamente, que a Mercado
había que ajusticiarlo... Él estaba entregado totalmente al imperialismo. En el
interrogatorio que le hicimos reconoció que trabajaba para los norteamericanos,
que recibía de ellos cuantiosos cheques. Nosotros editamos quinientos mil
ejemplares de un folleto en el que presentábamos las pruebas en su contra».
Ahí lo tienes, un hombre indefenso, secuestrado y asesinado por unos canallas a
los que las clases altas admiraban y defendían. ¿Se te ha pasado por la cabeza
dudar de lo anterior? Podrías recordar un nombre muy conocido en Colombia, el
de Gabriel García Márquez, que ciertamente nunca reprochó a los asesinos ese
crimen, y que fácilmente pudo contarse entre quienes lo encargaron. En 1983
publicó un reportaje sobre la muerte de ese asesino que es una verdadera hagiografía.
Te preguntarás cómo es que el título de este artículo te interpela a ti.
¿Cuántos colombianos ven a García Márquez como un criminal? Muy pocos. Por el
contrario, el Nobel de Literatura que recibió (como decenas de autores menores
afines a la causa comunista, como la última, Annie Ernaux, cuyo premio según
Alain Finkielkraut no es de literatura sino de resentimiento) fue para los
colombianos como un triunfo de la selección de fútbol en el mundial. Y todos
los intelectuales respetados lo aplauden y admiran, a tal punto que Héctor Abad
Faciolince se jactaba de haberle dicho a Susan Sontag que no le reprochaba su
adhesión al tirano Castro por deberle muchos favores personales.
Pero también puedes pensar en Enrique Santos Calderón, director durante mucho
tiempo del único periódico de circulación nacional y hermano mayor del hombre
que llegó a presidente ungido por Uribe. ¿Es tan difícil enterarse de que Enrique
Santos fue uno de los fundadores de esa banda y que la dirigía a control remoto
junto con sus socios cubanos? No se debe pensar que fue algo que hizo en su
juventud: El Tiempo promovía y hasta
publicaba fragmentos del libro de Vera Grabe (apellido alemán que quiere decir
«tumba») Razones de vida, en el que
sacaba pecho por las hazañas del M-19, incluido el asesinato de Mercado, con
argumentos idénticos a los de Bateman.
O en Gustavo Petro Urrego, joven de origen costeño y más remotamente italiano
(lo que en parte explica su afición al calzado fabricado en ese país) que ya en
la adolescencia se afilió a la banda de Bateman y obtuvo una beca en la
prestigiosa Universidad Externado de Colombia, dicen que por la influencia en
las autoridades de esa alma máter de Santos Calderón o alguno de sus compañeros
de la revista Alternativa. Les hacía
falta un líder de origen popular. Bueno, no es sólo que toda su carrera
consista en su relación con esa banda, sino que abiertamente la reivindica.
No, no es cuestión de ese bando de la política colombiana. Conviene recordar que
José Obdulio Gaviria, después de formar parte del PCC-ML, una escisión prochina
del PCC, fue uno de los fundadores del movimiento Firmes, el brazo político del
M-19, y que como tal apoyó a Uribe en las elecciones de 1986, ni que mucho
tiempo después, en 2014, con Santos en el poder y el infame proceso de paz con
las FARC en marcha, el «Gran Colombiano» incluyó a un miembro de esa banda en
las listas cerradas al Senado, no porque le aportara ningún voto sino por
mostrar su respeto a ese pasado glorioso.
A ver, ¿qué quieres que ocurra en tu país? Mientras no haya ciudadanos con un
mínimo de coherencia, mientras sea minoritario y más bien excéntrico condenar
un crimen como ése, mientras los asesinos no sean vistos como lo que son y el
ministro de Educación proclame como su tarea la «verdad» que surge de la
comisión presidida por Alfredo Molano (uno que alentaba abiertamente los
asesinatos y secuestros desde sus columnas), ¿qué clase de progreso quieres que
haya?
Y no lo dudes, un mínimo de firmeza al respecto es algo rarísimo.
3 comentarios:
Leí la hagiografía de Bateman y sentí envidia de tantos creyentes para desear con mucha fe que Gabo, Enriquito y el mismo Jaime sean huéspedes de honor de Fidel en el infierno.
También pensé en Natalia Springer, periodista muy importante, que cambió su apellido boyacense para alcanzar mas prestigio.
Muchas gracias por recordarnos nuestra idiosincrasia.
Enrique Santos está vivo e impune. Lo del complejo de inferioridad es común a toda Iberoamérica. Natalia Lizarazo no tiene un apellido boyacense sino vasco. Y lo propiamente idiosincrásico es esa complicidad generalizada con un asesinato infame.
Gracias por su comentario.
De todas maneras Enriquito algún día se morirá y le quedará tiempo para llegar a disfrutar del infierno con sus camaradas de lucha.
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