Por @ruiz_senior
Comentar la historia reciente de Colombia es una tarea ingrata. Quien se lo
plantee se encuentra siempre con un muro de incomprensión y hostilidad. La gente no tiene ningún interés en entender nada
que no sea la confirmación de lo que suponía y se deja arrastrar por
sentimientos o por el afán de adhesión a alguna bandería. Pero como dijo un tal
Santayana (así describe cierto columnista a uno de los más reconocidos
filósofos estadounidenses), «la nación que no conoce su historia está condenada
a repetirla». El espectáculo de la gente obstinada en no entender lo que puede
poner en cuestión sus extrañas certezas hace recordar a un amigo o pariente que
se ha echado a perder abusando del alcohol. ¿Adónde va un país así?
Empecemos por una pregunta: ¿cuándo decidió Juan Manuel Santos que su
presidencia se dedicaría a negociar la paz con las FARC buscando el apoyo de
los gobiernos de Venezuela y Cuba? Es algo en lo que no piensa mucha gente.
Pero ese desinterés es lo que permite que se juzgue todo lo demás con un
convencimiento que produce tristeza en quien lo presencia. ¿Era algo que ya se
planteaba Santos cuando era ministro de Defensa? ¿Y cuando se alió con Uribe y
creó el Partido Social de Unidad Nacional, partido de la U, hacia 2005? ¿Qué
pasaría por la cabeza de este premio Nobel de la Paz en los años del Caguán?
¿Cómo llegó a esa decisión de emprender de nuevo las negociaciones con las FARC
rotas por Pastrana a comienzos de 2002?
Lector, no pierda su tiempo con mi prosa enredada y «ladrilluda», lo que vengo
a decir es que Uribe forma parte de la
trama narcocomunista, afirmación que hice en una conversación privada y que
resultó interpretada como que yo evaluaba como tales las opiniones del
expresidente. No es el caso, voy a insistir en elementos oscuros de la historia
reciente para demostrar lo que pienso.
Y el elemento más oscuro de la historia contemporánea de Colombia pasa por los
designios de Santos y lo que llevó a la negociación de La Habana. Creo que a
medida que la persona se informa va viendo que detrás de los hechos suele haber
planes y propósitos. En un país hay unos grupos de poder que aplican planes de
largo plazo y tienen fines que pueden pasar inadvertidos a la gran mayoría.
Luego, ¿admite el lector que hay grupos que tienen planes para alcanzar o
mantener el dominio sobre el Estado? Para mí es evidente y lo he explicado
muchas veces con el ejemplo de los clanes familiares de los herederos de la
República liberal que recuperan la presidencia, como Alfonso López Michelsen o
Juan Manuel Santos. Esos grupos se juntaron en los años setenta en la revista Alternativa, junto con García Márquez, y
promovieron por muy diversos medios un proceso revolucionario que llevara al
país a seguir los pasos de Cuba.
Sostengo que la presidencia de Petro es el triunfo de ese plan. Y tras la firma del acuerdo de La Habana el clan
tiene tal dominio del país que ningún cambio presidencial va a alterar nada,
como se comprobó con el gobierno de Iván Duque, cuando la verdad de Alfredo
Molano y Francisco de Roux fue la versión oficial sobre el «conflicto» y el
tribunal nombrado por los criminales siguió condenando y absolviendo sin la
menor incomodidad.
Estaría muy bien que el lector se planteara si en lo afirmado respecto a ese probable
plan de los clanes del poder encuentra algo dudoso, discutible o erróneo. Sin
admitirlo ni cuestionarlo, según el nivel de exigencia corriente en el país, simplemente
encogiéndose de hombros, tampoco tiene sentido seguir leyendo. ¿Qué buscaría
ese clan después de la crisis del Caguán, y aun antes? ¿Qué hizo durante la
presidencia de Uribe?
Voy a detenerme en un detalle que requeriría alguna explicación, o al menos
alguna duda. En esos años del Caguán y de la presidencia de Uribe yo leía todos
los días la prensa colombiana, sobre todo la sección de Opinión. En El Tiempo cada día publicaban unas cinco
columnas. Una de un partidario del gobierno de Uribe, las otras cuatro de
defensores de las guerrillas. En El
Espectador la proporción era aún más drástica, casi todos los columnistas
eran partidarios de las guerrillas, en algunos casos, como el del mencionado
Alfredo Molano o de Sergio Otálora, se llamaba abiertamente a cometer masacres.
En una de las semanas más trágicas del espantoso 2001 Molano salió a decir que
todo eso de que se acusaba a Tirofijo era lo mismo que se decía de Bolívar en
su tiempo. Era la principal columna del domingo, con más visibilidad que el
editorial y que los demás artículos juntos. En Semana también había hegemonía de columnistas amigos de los
comunistas, entre los que destacaba Antonio Caballero, miembro del clan del
poder que decía de alias Iván Márquez y alias El Paisa que eran los generales
de uno de los ejércitos del conflicto. Aunque había una mayoría del país
partidaria de Uribe, las clases altas, que en todos los países son las que leen
la prensa, estaban con la guerrilla.
El detalle al que aludía es éste: ¿cómo es que esos medios se dedicaron con
fervor inusitado a promover las manifestaciones del 4 de febrero de 2008?
¿Cambiaron de opinión para la ocasión?
Vuelvo al comienzo y a insistir en que los colombianos no quieren saber qué
móviles podrían tener esos grupos para hacer eso. Si algo define al país, y en definitiva
el primitivismo, es esa disposición a encogerse de hombros y aferrarse a
certezas y lealtades que poco tienen que ver con anhelos de justicia o libertad
y mucho con las pasiones del fútbol. Esa actitud de la prensa ha de tener
alguna explicación.
Voy a contarles cómo lo entiendo yo: desde 2005 o aun desde antes, Uribe tenía
el compromiso de dejar como heredero a Santos, para lo que lo nombró ministro
de Defensa, no porque fuera a dirigir ninguna campaña contra los terroristas
sino porque podría figurar como el capitán de esa guerra. Ese año es decisivo porque
fue cuando se produjo la reforma constitucional que permitía presentarse a
Uribe como candidato a la reelección. ¿Qué móviles tenía Uribe para continuar
en la presidencia? En ese momento a todo el mundo le pareció una obviedad
porque el desempeño de su primer gobierno y las condiciones de apoyo
internacional y de recuperación de la economía y la seguridad eran tan
favorables que era difícil anhelar que se fuera.
No hay modo de saber si Uribe buscó esa reelección simplemente por afán de
poder y protagonismo o si ya había empezado a obrar como agente del plan de la
oligarquía. Lo innegable es que no podría haberse presentado como candidato sin
el visto bueno de la Corte Constitucional, ese tribunal heredado de la
Constitución de 1991 y que había estado presidido por gentes abiertamente
ligadas al Partido Comunista, como Carlos Gaviria, Alfredo Beltrán o Eduardo
Montealegre. Esa corte adopta las decisiones que le encarga el mencionado clan.
Esa reforma fue aprobada porque la mayoría antiguerrillera era inevitable en
ese momento, y otro candidato de esa mayoría, como Fernando Londoño o algún
otro parecido, habría sido más inconveniente para ellos.
¿Por qué ese apoyo unánime a las marchas del 4 de febrero de 2008 por parte de
los medios narcocomunistas? (Puedo describirlos así porque los leía.) Porque el
liderazgo indiscutible de Uribe conduciría sin remedio a la presidencia de
Santos. El fervor patriótico unánime servía de paso para hacer pasar por alto eventos
como la persecución contra el coronel Plazas Vega, que comenzó en la revista Semana con una intervención de Humberto
de la Calle y siguió con una infame “Comisión de la Verdad” de la Corte Suprema
de Justicia dedicada a culpar de los hechos de noviembre de 1985 a las Fuerzas
Armadas, o la oleada de calumnias contra Fernando Londoño por el caso
Invercolsa, en el que se le acusaba de considerarse empleado de una empresa
pública para comprar acciones que sólo podían comprar los empleados.
Perdón por volver atrás: el precio de la reelección de Uribe en 2006 fue un
cambio de rumbo que el fervor del momento no permitió ver. El gobierno del
segundo periodo descartó a los conservadores del anterior y entregó los
ministerios y el Congreso a personas ligadas a los hermanos Santos y a su clan.
¿Es tan difícil entender que el proyecto de reforma que permitiría a Uribe
presentarse para un tercer periodo era una farsa porque con toda certeza la
Corte Constitucional la rechazaría?
Insisto, por pereza mental, por servilismo, por tosquedad moral, por
apasionamiento sectario-futbolístico, por sentimentalismo o por algún otro
motivo semejante los colombianos se niegan a plantearse esas cuestiones. ¿Por
qué iba la Corte Constitucional a aceptar una reforma semejante? Las
manifestaciones contra las FARC en la fecha señalada reforzaron una unanimidad
en torno a Uribe que se mantuvo hasta que «no quedó otro remedio» que dejar de
candidato a Santos, sobre todo después de la febril campaña de los medios para
calumniar a Andrés Felipe Arias, pronto replicada por las cortes, como ocurre
siempre, y con la llamativa distracción del gobierno —controlado aparte de por
Santos por José Obdulio Gaviria y su camarilla de maoístas— que no dijo nada
como no dijo nada cuando la persecución llevó a la prisión al coronel Plazas
Vega.
¿Cuál era la situación del movimiento revolucionario comunista-oligárquico
antes de la presidencia de Uribe? Es necesario detenerse y mirar atrás para
entender de qué modo el fervor uribista, el “unanimismo” que denunciaban antes
de 2006, terminó sirviendo al triunfo de los narcoterroristas y al gobierno del
fascinante Gustavo Petro (en estos días dijo que lo habían tratado hasta de
bruto, como si no fuera un paradigma de la estupidez humana).
Tras el triunfo que tuvieron creando el M-19 y accediendo al
negocio del narcotráfico en los setenta, seguidos por las negociaciones de paz
de los gobiernos de Betancur y Barco, dieron un gran paso hacia la revolución
con la Constitución de 1991, con la que pasaron a controlar completamente el
poder judicial y a crear los «bantustanes» de «naciones originarias» que ahora
les sirven de base para el control territorial de amplias zonas y la producción
de cocaína. La sucesión de Gaviria se vio complicada por el escándalo de la
financiación mafiosa de la campaña de Samper, lo que le dio ventaja a Pastrana
para triunfar en 1998.
Siempre hay que volver atrás: ¿quién tomaba las decisiones en las FARC? ¿Por
qué decidieron multiplicar los crímenes en lugar de buscar una salida que los
habría dejado impunes, ricos, poderosos y reconocidos? Después del 11-S y de la
guerra global contra el terrorismo, y con los nuevos recursos del Plan
Colombia, la derrota de las FARC era inevitable, así como su impopularidad.
¿Qué habría pasado si ante esa situación el Secretariado hubiera aceptado una salida?
Pues habría pasado que Pastrana habría quedado como el gran líder que había
acabado con la violencia y podría haber un sucesor conservador o afín a
Pastrana, lo que significaba que el clan mencionado arriba y sus socios cubanos
quedaban fuera del poder ejecutivo, sin poder proteger a sus clientelas, que
los abandonarían. Por eso tomarse en serio las negociaciones era algo que no
podían permitirse. No lo aceptaba el alto mando.
Uribe era una salida menos temible, y el rechazo rabioso de la mayoría de los
colombianos a los terroristas era a esas alturas incontenible. Uribe ganó en
2002 pero lo que fuera a hacer estaba condicionado por los demás poderes que
controlaba el clan: los medios y el poder judicial y legislativo, elegido este
último por maquinarias y siempre venal. A tal punto estaba condicionado Uribe
que para vicepresidente tuvo que llevar a Francisco Santos, un periodista del
clan que durante todos los años del Caguán se mostró partidario de mantener la
negociación y el despeje del territorio.
Luego, tras los logros de ensueño del primer gobierno de Uribe el clan vio
peligrar su control y de ahí vienen las citadas alianzas, esta vez con Juan
Manuel Santos. Lo que quiero que se entienda es que todo lo que ocurrió entre
2006 y 2010 fue ese traspaso, que los medios promovieron el fervor uribista de
esos años para asegurar la sucesión para Santos y que el proyecto de segunda
reforma constitucional para permitir otra reelección de Uribe sólo pudo ser una farsa.
Insisto, bastaría el hecho de que dejara como sucesor a Santos para que fuera
evidente que Uribe es parte de la conjura nacocomunista. El hermano mayor de
Santos era el director de la revista Alternativa
y sus nexos con el M-19 y el régimen cubano eran evidentes. Eso para
cualquiera, no digamos para Uribe, que había sido una estrella parlamentaria en
los años de Gaviria y antes alcalde de Medellín. Es sólo producto de esa mala
fe trufada de estupidez que caracteriza a los colombianos (que no conciben que
ambas cosas vayan juntas, de modo que quien está pensando en robar es avispado
y quien no lo hace es un ingenuo que «da papaya»). ¿Realmente alguien serio
puede dar por sentado tan tranquilamente que Uribe no sabía qué significaba que
Santos heredara el poder? En realidad nadie, el uribista corriente en Twitter
se tranquiliza no pensando en eso, siempre es más grato el “calor de establo”,
por no hablar de quienes aspiran a cargos o a influencia en el poder.
Salvo los directamente afines al hampa narcocomunista, en Colombia no hay
prácticamente nadie que atienda a esa extraña variación de Uribe.
Pero ¿hace falta detenerse en lo que pasaría por la cabeza de Uribe en esos
años? Basta pensar en lo que ocurrió después de la posesión de Santos. ¡De
repente, en una hora o así, todo lo que había movido a ese laborioso y
esforzado líder nacional era nada porque el autócrata había resuelto cambiar el
rumbo y se proponía recuperar la llave de la paz y había encontrado en Chávez a
su nuevo mejor amigo! ¿Inquietó eso a Uribe? Pongamos el caso de España, donde
Sánchez se propone amnistiar a los golpistas catalanes. Los partidos de la
oposición han convocado grandes y persistentes manifestaciones denunciando esa
atrocidad, pero esos golpistas no mataron a nadie ni cometieron ningún crimen comparable
a los cientos de miles atribuibles a las FARC. Y en todo caso el gobierno y
esos golpistas obtuvieron mayoría en el Congreso, que elige al gobierno. En
Colombia las elecciones las había ganado Santos prometiendo continuar las
políticas de Uribe y de repente decide entregarle el país a los terroristas sin
que nadie se declare en contra. ¿No es maravilloso que ningún legislador de los
elegidos por el partido de Uribe se opusiera a ese giro?
No es maravilloso porque es un corolario de la verdadera maravilla: la gente
baja suele sentirse halagada al ejercer la crueldad y el engaño, la mala fe le
parece astucia y talento. Los colombianos no son sólo gente baja con esas
aficiones, sino que van más allá: ¡la mala fe ejercida contra sí mismos les
resulta consoladora! Puestos a robar se roban a sí mismos y nadie los saca de
su complacencia.
El pobre Uribe, insisto, convertido en ídolo nacional gracias a labores de los
medios como promover aquellas marchas, no pudo nombrar a un solo legislador que
fuera a defender la causa con la que había convencido a los colombianos, y por
puro patriotismo se negó a convocar ninguna oposición a los designios de
Santos. Años después, cuando ya tenía lugar el espectáculo de La Habana,
insistía en que “no sería obstáculo para la paz”.
Esos años del primer gobierno de Santos generaron en las redes sociales,
entonces nuevas, una gran corriente de rechazo, que los uribistas siempre
traducían en apoyo al líder perseguido, sin que en realidad nadie quisiera
darse cuenta de que no había oposición. Así llegaron las elecciones de 2014, en
las que tras varios años de lloriqueo y ensueños de un retorno de Uribe, el
candidato del uribismo era un personaje absolutamente carente de atractivo y
por supuesto en nada ajeno a la negociación, a la que apoyaba resueltamente,
tal como antes había defendido al gobierno de Santos al evaluar su primer año.
Un candidato que iba a los pueblos a prometer mejoras o inversiones “para
consolidar la paz”.
Dicho en buen romance: Óscar Iván Zuluaga era candidato para que Santos ganara.
A nadie le importó, no faltaron las habituales denuncias de fraude y demás,
pero en realidad a nadie le pareció mal que el hombre se mostrara comprometido
con la paz. Más allá de la muy sospechosa trayectoria de Uribe, en sus
seguidores hay una tremenda confusión moral, de modo que en realidad no les
indigna que los violadores de niños dicten las leyes sino que su bandería no
consiga ganar los partidos.
Y tras el segundo gobierno de Santos, al uribismo lo habría superado cualquier
oposición distinta si perdiera las elecciones, por lo que las ganó, sólo que el
candidato era un perfecto desconocido cuya trayectoria, formación académica
aparte, consistía en haber tenido relación con Santos. Ya el hombre había
entrado al Senado como parte de una lista cerrada seleccionada por Uribe,
porque en realidad nadie lo conocía. Y tal como el segundo gobierno de Uribe
fue la preparación para el de Santos, el segundo gobierno de Santos fue la
preparación para el de Duque. Con ese fin fue nombrado senador del año por la
revista Semana, propiedad entonces de
un hijo de López Michelsen, y recibió apoyo de todo tipo, particularmente de
justicieros demócratas como alias Vladdo, León Valencia o Rodrigo Uprimny.
Y la gracia es que a pesar de la polarización que establecieron entre las dos
fichas de Santos, el del pueblo y el de la casta, de no ser por engaños y
fraudes el presidente habría sido Sergio Fajardo (por ejemplo, las encuestas
que publicaban los medios le daban de promedio diez puntos menos de los que
finalmente obtuvo. Sin ese fraude, sumado al tradicional de las maquinarias,
Fajardo habría pasado a segunda vuelta y le habría ganado a cualquiera de los
otros dos candidatos); no es que Fajardo fuera, ni mucho menos, un demócrata
hostil al narcocomunismo, pero no era una ficha de los Santos como Duque o
Petro (al que formaron desde la adolescencia, consiguiéndole una beca en la
elitista Universidad Externado de Colombia, donde estudió economía con nulo
provecho).
Pero antes de Duque estuvo el plebiscito de la paz. Las cuentas de Santos y sus
libretistas eran que la mayoría de los que acudieran a votar escogerían la paz
porque esta palabra gusta más a la chusma que guerra. «¿Prestaría usted a sus hijos para la guerra?», le pregunta
el cínico tartamudo a una mujer del público, seguramente preparada para el
papel. La propia pregunta era un ultimátum, «¿quieren ustedes que los dejemos
vivir o que los sigamos matando?». De modo que el triunfo del sí era el
resultado previsible, el que daban con rotunda claridad las encuestas, y un
sector del uribismo decía que sería mejor llamar a la abstención, hasta que se
impuso la tesis de pedir el voto por el «no», no porque se fuera a ser
obstáculo para la paz sino porque parecía seguro que esa opción perdería. Uribe
llamó a votar «no» para conservar la adhesión de la gente que quería oponerse a
Santos. El gurú español de las encuestas, Narciso Michavila, dice que la
votación se perdió porque mucha gente joven se distrajo y acudió a votar cuando
ya estaban cerradas las urnas.
De modo que el triunfo del no fue un «encarte» para Uribe y su gente, y el Gran
Colombiano se vio en el penoso papel de ir a corregir el voto («para hacer
valer la palabra dada»). Finalmente alguna corte decidió que quienes habían
hecho la propaganda por el «no» habían engañado a los votantes, y naturalmente
Uribe no protestó. El triunfo del «no» sólo sirvió para que el parlamento
noruego corrigiera su propósito inicial de darle el Premio Nobel de la Paz (esa
misma semana) a Santos y a Timochenko para dárselo sólo a Santos.
Insisto y vuelvo a la
cuestión de antes: ¿qué les pasa a los colombianos que no ven algo tan claro?
Uribe es una ficha de la conjura narcocomunista, puede que empezara a serlo en
2005 o aun antes, puede que sea rehén de las cortes por problemas judiciales de
su etapa anterior o que esté defendiendo con los maoístas y otros personajes de
ese entorno el patrimonio que dejó Pablo Escobar, puede que simplemente se
acomode a una oligarquía de la que quiere formar parte, lo cierto es que una
clara mayoría anticomunista de 2002 ha sido vencida absolutamente por los
asesinos y secuestradores, que sin dificultad, con los votos obtenidos con el
dinero de la cocaína, las clientelas funcionariales y los medios de propaganda
tienen y tendrán siempre una clara mayoría en el legislativo. Baste ver cómo se
aprobó la reforma a la salud, gracias a los votos de las «curules de paz».
La labor de Uribe al servicio de los Santos y la mafia narcocomunista después
de la elección de Duque fue aún más descarada. Con trampas consiguió imponer
candidato presidencial de su partido para 2022 a Óscar Iván Zuluaga, personaje
que ni siquiera llegó a presentarse. El candidato al que apoyó también parecía
fabricado para perder. Fuera de Antioquia nadie lo conocía y resultaba bastante
difícil entender lo que decía. A los del bando narcocomunista les bastó mover
algunos votos de maquinarias para hacer pasar a Rodolfo Hernández a segunda
vuelta (el que quiera entender el papel de este personaje puede preguntarse qué
sentido tiene que hablara de su admiración por Hitler, cosa que obviamente
sirve para hacer menos siniestro a Petro ante la prensa internacional, fuera de
lo cual es absurda, y algo aún más gracioso, que después de esa declaración
contara con el apoyo de William Ospina, el galimatista premiado por Chávez).
En buen romance: Uribe impidió que hubiera un candidato atractivo que pudiera
oponerse a Petro. La «encuesta» interna que designó precandidato a Zuluaga fue
un fraude evidente. Seguramente cumplía la palabra dada para poder «ganar» las
elecciones en 2018.
Se suele pensar en los países iberoamericanos dominados por los comunistas, en
realidad Colombia lo está mucho más que Venezuela, aunque su economía aún no
haya sido destruida. El control de las instituciones en Colombia es muy
anterior, y la resistencia es más blanda. Verdaderamente no hay muchos
colombianos que quieran cambiar la Constitución impuesta por la mafia en 1991
ni defender la libertad. Los pocos descontentos que hay siempre serán una
minoría porque el régimen tiene una coraza externa que funciona a la
perfección. Es el uribismo, una parte del régimen, una parte de la trama
narcocomunista.