Por Juan González
Cada vez con más frecuencia uno encuentra en la prensa a los ideólogos de los terroristas justificando la abolición de las instituciones que les estorban a sus amigos. A pesar de eso, no deja de ser sorprendente que este tipo de basura pase desapercibida y que la gente que se considera inteligente pase de agache. Voy a comentar un texto que encontré en El Espectador, el cual ayuda a despejar dudas acerca de la clase de educación que se imparte en las universidades colombianas.
Más allá de la ley del talión
Por Arlene B. Tickner
La sugerencia reciente del fiscal general, Eduardo Montealegre, de que los guerrilleros que firmen la paz y estén acusados de cometer crímenes asociados al conflicto armado podrían recibir penas alternativas de carácter social —como, por ejemplo, participar en actividades de desminado o de erradicación de cultivos ilícitos—, ha levantado ampollas entre algunos líderes de opinión, el procurador, Alejandro Ordóñez, y el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, los cuales han insinuado que toda sanción que no sea cárcel equivale a impunidad.
Solo en Colombia párrafos como este pasan por verdades sin que nadie cuestione sus implicaciones. ¿Cuál de los crímenes que ha cometido un ‘actor del conflicto’ no podría asociarse al ‘conflicto’? Asesinar, extorsionar y secuestrar gente son propiamente la materialización del ‘conflicto’, de manera que los líderes de la tropa de rústicos podrán cobrar desde sus casas (o desde cargos en el gobierno) los secuestros y asesinatos. Pero este es el tipo de gente que da clase en las universidades colombianas y que invitan a "Hora 20" para dar cátedra acerca de lo incivilizados que somos aquellos que nos resistimos a validar la abolición de la democracia.
Bueno, en últimas, ese párrafo es inofensivo. Lo realmente interesante viene después.
Esta posición, que se fundamenta en la ley del talión, sobrepone el castigo a la paz, como si el primero fuera un fin en sí mismo, al tiempo que ignora una larga e ilustrativa experiencia internacional con la justicia transicional. La Transitional Justice Database indica que entre 1970 y 2007 fueron utilizados 854 mecanismos distintos en 161 países diferentes del mundo con el fin de resolver conflictos de diversa naturaleza. Ello sugiere que no existe un modelo único (ni perfecto) de justicia. Sin embargo, la mayoría de la creciente literatura sobre justicia transicional coincide en que sus tres pilares básicos —garantizar la rendición de cuentas por los crímenes cometidos, reparar a las víctimas y crear fundamentos sólidos para la seguridad y la paz a futuro— son más accesibles a través de estrategias no punitivas.
Con seguridad, a pesar de la tosquedad del “razonamiento” de esta señora, ninguno de sus lectores (y mucho menos sus estudiantes) estará en disposición de leer con cuidado e identificar las mentiras y los sobreentendidos del escrito. Nadie está en capacidad de señalar que la aplicación de la ley penal se basa precisamente en evitar la aplicación de la ley del talión.
¡No! Si se aplicara la ley del talión a los asesinos y torturadores, tendríamos que asesinarlos y torturarlos. Nadie está pidiendo eso y mucho menos los “líderes de opinión” que son mayoritariamente del bando de quien escribió la columna (que es el mismo de los asesinos) o del bando que pide “paz sin impunidad”.
Intenté replicar las cifras que menciona Tickner en el artículo (invito al lector que tenga tiempo y disposición a tratar de hacer lo mismo), pero revisé la base de datos y, a menos que se refiera a una base distinta, lo que la señora quiere decir es que se usaron 4 mecanismos distintos juzgar a los acusados en 854 procesos. Pero más allá de esa imprecisión, valdría la pena que la señora identificara cuáles de esas situaciones involucran el mismo tipo de delitos que han cometido los integrantes de las FARC y, del mismo modo, valdría la pena que la señora mencionara que de los 60 procesos (relacionados en la base) que se llevaron en países civilizados (Alemania, Australia, Austria, España, Francia, Grecia, Estados Unidos y Reino Unido), el mecanismo que se usó más frecuentemente fue juzgar a los acusados y que los mecanismos alternativos se aplicaron en su mayoría a casos que no involucraban violencia.
Lo más sorprendente de todo es que a pesar de que la base de datos no incluye detalles acerca de las penas impuestas, la señora parece confundir en el artículo el método de resolución con la pena. Solo en Colombia alguien así podría ser profesor de la universidad privada más prestigiosa del país.
Después de ofrecer “evidencia” acerca de la conveniencia de omitir el código penal, la señora pasa al juzgamiento moral de quienes se oponen a la negociación de las instituciones con asesinos.
Más allá de cualquier consideración política o legal, la disyuntiva que enfrenta Colombia, como toda sociedad en conflicto, es en el fondo de carácter moral. Tristemente, lo que sugiere el apego obstinado de sectores influyentes de la sociedad al “ojo por ojo, diente por diente” en lo que concierne a la negociación con la guerrilla, es que el país aún se halla en la infancia en lo que a moralidad respecta.
Es difícil escoger por dónde empezar. El ejército se enfrenta a un grupo minoritario de asesinos y entonces aparece ese monstruo etéreo que es el ‘conflicto’. Y es un ‘conflicto’ moral. Claro, de la misma manera que se genera un conflicto moral para quien presencia una escena de violación. Pero ahí no acaba la cosa, quien se oponga a que el violador cumpla su “condena” dando clases de educación sexual, resulta un reaccionario que no ha superado la concepción de la ley del talión y, además, es un infante moral. La bajeza de esta señora es realmente intimidante.
En su estudio sobre el desarrollo del pensamiento moral, Lawrence Kohlberg argumenta que el individuo transita por distintas etapas en las que sus nociones rígidas y simples acerca de la obediencia a las reglas sociales y el castigo cuando éstas se violan, así como del bien y el mal, van reemplazándose por la conciencia de que las reglas que rigen cualquier sociedad que aspira a ser moralmente buena deben ser producto de un consenso entre los distintos valores e ideologías que existen en su interior. Como lo ilustra bien la Alemania nazi, no toda sociedad ordenada y respetuosa de la ley es necesariamente buena. El consenso se construye mediante lo que denomina John Rawls el velo de ignorancia, consistente en “ponerse en el lugar del otro”, es decir, examinar cualquier situación y asumir posiciones sin conocer el lugar específico que ocupamos dentro de la sociedad.
Y viene más de lo que le encanta a los lectores de Semana. Las afirmaciones hechas en tono condescendiente son suficientes para que nadie cuestione nada. Para ilustrar su punto, la señora decide usar una referencia que la gente asocia con la “derecha” (a pesar de que el partido dominante en Alemania se llamara Nacionalsocialista), porque no puede haber dudas acerca de que el procurador es un nazi (igual que cualquiera que se oponga a las genialidades del fiscal).
Es obvio que las sociedades ordenadas, en donde sus ciudadanos respetan la ley, no son necesariamente buenas. Cuba, la sociedad que quisieran imponer los terroristas (que entre otras cosas los apoya y los entrena, por lo que no sorprende que sea el único que les genera confianza), es un excelente ejemplo de eso. El problema es que la señora parece sugerir que las sociedades que no son respetuosas de la ley sí son buenas y por eso es que uno puede hacer caso omiso de los códigos y permitirle a los asesinos hacer trabajo social en lugar de obligarlos a pagar por sus crímenes en prisión.
La referencia a Rawls es el broche que necesita el justiciero social para saber que la señora tiene razón y que lo único que se necesita para acabar el ‘conflicto’ de manera civilizada es “ponerse en el lugar del otro”. Me es imposible ponerme en el lugar de un asesino que está dispuesto a reclutar niños para que le hagan el trabajo sucio; pero aun si pudiera, no veo en qué haría alguna diferencia con respecto a la sugerencia de que el código penal es un estorbo para que se premie a los copartidarios de esta señora; de la misma manera que ponerme en los zapatos de Garavito (si pudiera) no cambiaría mi opinión acerca de que el señor debe estar en la cárcel y no cuidando niños en una guardería.
Traducido al contexto colombiano, la pregunta que plantea la actual coyuntura es si la paz, o, al contrario, el castigo, brinda mayores posibilidades de construir una sociedad mejor y más justa. El hecho de que casi todos los colombianos quieren la paz es razón suficiente para concluir que ésta debe tener prioridad moral por encima del castigo. Lo que no entienden quienes siguen viendo el conflicto en blanco y negro es que ello también constituye justicia. Como advierte un proverbio de los shenandoah: “Ya no es suficiente exclamar paz, tenemos que ejercer la paz, vivir la paz y vivir en paz”. Ir más allá de la ley del talión es lo único que lo garantiza.
Y termina con más de lo mismo. La disyuntiva a la que se enfrenta la sociedad es la “paz” o el castigo. Seguramente por eso en los países civilizados no hay cárceles y los asesinos hacen trabajo social en lugar de ir a prisión. Eso sin duda, es lo que hace falta para que Colombia sea una sociedad mejor y más justa.
Esta señora no tiene vergüenza pero prospera en Colombia porque la gente se traga toda esa basura sin denunciarla y porque la gente cree que los intelectuales que justifican los asesinatos son menos asesinos que los niños a los que reclutan por la fuerza para que les hagan los mandados.
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